Decían
los antiguos que el poderoso Zeus, al arrebatarle la libertad a un hombre, le
quitaba la mitad de su virtud. Muy bien: perdemos lo más grande de nuestro ser
al sufrir el oprobio de la esclavitud. Pero ¿qué ganamos desde el instante en
que accedemos al rango de autoridad? Cojamos al ente más inofensivo,
otorguémosle la más diminuta fracción de mando, y veremos que instantáneamente,
como herido por una vara mágica, se transforma en un déspota insolente y
agresivo.
Pocos, poquísimos hombres conservan
en el mando las virtudes que revelan en la vida privada. La piedra de toque
para valorizar un alma no debe buscarla en el infortunio, sino en el poder;
encumbremos al justo, y en la cima le descubriremos imperfecciones que no le
veíamos en el llano.
Nada corrompe ni malea tanto como
el ejercicio de la autoridad, por momentánea y reducida que sea. ¿Hay algo más
odioso que un niño vigilando a sus condiscípulos, que un sirviente haciendo el
papel de mayordomo, que un jornalero desempeñando el oficio de caporal, que un
presidiario convirtiéndose en guardián de sus compañeros? Si un alguacil
pudiera nombrar al inerme gusano, al punto lograríamos metamorfosearle en
víbora.
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