martes, 7 de agosto de 2012

Los de arriba y los de abajo


      Decían los antiguos que el poderoso Zeus, al arrebatarle la libertad a un hombre, le quitaba la mitad de su virtud. Muy bien: perdemos lo más grande de nuestro ser al sufrir el oprobio de la esclavitud. Pero ¿qué ganamos desde el instante en que accedemos al rango de autoridad? Cojamos al ente más inofensivo, otorguémosle la más diminuta fracción de mando, y veremos que instantáneamente, como herido por una vara mágica, se transforma en un déspota insolente y agresivo.
             Pocos, poquísimos hombres conservan en el mando las virtudes que revelan en la vida privada. La piedra de toque para valorizar un alma no debe buscarla en el infortunio, sino en el poder; encumbremos al justo, y en la cima le descubriremos imperfecciones que no le veíamos en el llano.
             Nada corrompe ni malea tanto como el ejercicio de la autoridad, por momentánea y reducida que sea. ¿Hay algo más odioso que un niño vigilando a sus condiscípulos, que un sirviente haciendo el papel de mayordomo, que un jornalero desempeñando el oficio de caporal, que un presidiario convirtiéndose en guardián de sus compañeros? Si un alguacil pudiera nombrar al inerme gusano, al punto lograríamos metamorfosearle en víbora.

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