domingo, 9 de septiembre de 2012

La hija ingrata (Cuento)

LA HIJA INGRATA


Un anciano muy pobre tenía solo una hija, de una hermosura inconcebible. La quería con locura, la mimaba y la consentía como si educara en su choza a una princesa y no a una pobre campesina que fuera su ayuda en los últimos años de su vida.

De esta manera, la joven pensaba solo en vestidos y bailes, a veces se le pasaban los días sin tener tiempo para rezar, y si elevaba los ojos al cielo era para decirse: ¡Oh, si pudiera tener un vestido de ese tono azul, unos zapatos de plata no las blancas nubes, una corona de oro como el sol, tantas piedras preciosas cuantas estrellas lucen en una noche de invierno, y tantas pedas como gotas de rocío brillan en una amanecer de verano!
El pobre padre le habría dado su propia sangre para procurarle todo este lujo, y con todo, más duro trabajó durante muchos años, no había conseguido más que ofrecerle un collar de corales.

Pero la muchacha se aburría y ansiaba siempre alguna prenda, algún adorno, en la miserable choza de su padre.

Un día de verano, cuando en el campo cogía flores para hacerse coronas, oyó el trotar de unos caballos en la carretera. Muy curiosa, la joven se precipitó a verlos y se paró como clavada en el suelo, al admirar un espectáculo maravilloso: por la carretera pasaba una carroza de oro, rodeada de un numeroso séquito de guerreros a caballo.

Por la ventanilla de la carroza se veía la cabeza de un hombre tan hermoso como ella.

Cuando los dos jóvenes cruzaron sus miradas, se atrajeron de tal manera que no podían dejar de mirarse. El príncipe, porque era un poderoso y muy rico príncipe, ordenó que parase el séquito, y llamando a la joven, le dijo: “Eres hermosísima como un ángel del cielo; querida mía, vente conmigo y te daré todas las riquezas que puedas soñar”.

Ella sin vacilar contestó: “Iré contigo, hermoso señor y seré tuya”.

El príncipe le estrechó la mano, la ayudó a subir a la carroza, la colocó a su lado. Ella solo se preocupaba de no estropear las bonitas flores que tenía en las manos. Cuando los caballos iban a ponerse en marcha llamó: “¡Parad, parad tengo que ir un momento a mi choza!”

El príncipe creía que la hermosa joven tenía en su choza unos padres de quienes quería despedirse, y abrazándola, dijo. “Antes de que regreses a tu choza serás mi mujer y te adornaré con vestidos de seda y una corona de oro”.

Pero ella continúa: “¡Parad, parad!, tengo que ir, pues en la choza he dejado mi único tesoro: ¡Mi collar de corales!”

Al oír el príncipe esto, y ver que era solo eso lo que la preocupaba, se echó a reír diciéndole que podía tener cuantos collares quisiera, y que le regalaría cuantas piedras preciosas como flores había en su delantal.

Entonces ella, consolada, para saber cuánto antes cuantos diamantes tendría, se puso a contar las florecillas echándolas por la ventanilla una a una. Pasó mucho tiempo contando y, entre tanto, los caballos corrían por aldeas y ciudades, campos y bosques, pues el príncipe venía de muy lejanas tierras.

Entretanto el pobre padre estuvo esperando hasta la noche, que pasó sin dormir, mirando por la inquietud. Se fue a buscar a su hija por todas partes, recorriendo todas las fincas vecinas y el bosque, pero en ninguna parte la encontró. Al fin le dijeron que la habían visto cogiendo flores en el campo; se dirigió al sitio indicado y percibió que en la carretera habían flores esparcidas, como si hubiera sido hecho a propósito para indicar un camino. Entonces se dijo:

“Seguramente unos bandoleros se han llevado a mi hija querida, y ella, para enseñarme el camino, lo sembró de estas flores”.

Y siguió el camino señalado llorando de pena. Por cada flor le caía una lágrima. Ni el sol quemando al mediodía, ni el frío rocío de la noche, le detenían en su camino.

Soportaba el hambre, el insomnio y el cansancio, pensando solo en la salvación de su hija. Y cuando le faltaba la señal de las flores, preguntaba a los caminantes:

“¿No habéis visto a mi hermosa hija? Es blanca como un alhelí, negros son sus hermosos cabellos, y como una guinda sus labios.

Entonces le contestaban que probablemente era la joven que habían visto viajar en una carroza de oro con el rico príncipe, y el buen hombre no sabía ya qué pensar, pero continuaba su camino.

Al fin, una noche llegó a un magnífico palacio. Hermosas luces brillaban en todas las ventanas y la música sonaba en todo el edificio.

El anciano, hambriento, se apoyó en el muro y se puso a llorar. Resonaban en sus oídos las voces alegres y los pasos de baile, pero él, solo pensaba en su hija.

De pronto, entre millares de voces, le sonó la carcajada de una voz única. Al hombre, asombrado, le faltó muy poco para desmayarse, pues era la voz de su hija, y recobrando de repente todas sus fuerzas y venciendo y separando a la servidumbre que quería detenerle, entró corriendo en el salón gritando:

“¡Hija mía, hija mía!”

Le estrechó las manos a la princesa, pero en esta princesa tan soberbia y tan ricamente vestida solo el propio padre hubiera podido reconocer a la humilde y pobre aldeana.

La princesa, al ver que este anciano harapiento se arrojó de tal manera que parecía que la sangre le iba a brotar por las mejillas, dijo: “¿Quien dejó entrar a este mendigo? ¡Echadle fuera!” –Ordenó a la servidumbre.

Los criados cogieron al anciano y le echaron fuera del palacio, pero echaron ya un cadáver, porque oyendo que su propia hija le despreciaba, el desdichado padre murió.

Esta descastada hija siguió viviendo alegremente como si no hubiera ocurrido nada, siguió viviendo tan feliz en este mundo, sin pensar en el otro.

Pasaron los días, uno tras otro, en regocijos y diversiones, hasta que llegó el día de difuntos.

Por la mañana, cuando oyó las campanas, percibió como un frío y desasosiego en su alma, y oyó una voz que le decía: “Ve a rezar por el alma de tu padre, no olvides rezar por él”. Pero ella no hacía caso de esta voz y quería poner otro remedio a su tristeza. Pidió al príncipe, quien, como desde el principio, la quería con locura y no le rehusaba nada, que diese un gran banquete.

Llegaron los invitados. De nuevo resonaron las orquestas, de nuevo se iluminó todo el palacio y de nuevo la princesa se vistió con todo lo más bello que tenía. Iba vestida con un traje azul como el cielo, tenía zapatos de plata como las blancas nubes, una corona de oro como el sol y sobre la corona el vestido y los zapatos habían tantas piedras preciosas, como estrellas hay en una clara noche de invierno. Tantas florecillas echó en su camino, y cuantas lágrimas vertió su padre...

Sobre sus brazaletes y collares tenía tantas perlas como gotas de rocío brillan en su amanecer de verano, como pasos dio su pobre padre buscándola y como sonrisas resplandecieron en su rostro, desde el momento de la muerte de su padre.

Y ¡Cómo se divertía, y como bailaba alegremente, cual si nunca le hubiera reprochado nada su conciencia!

El reloj marcaba las horas, las diez, las once, y nadie las oía. Nadie pensaba en el tiempo, hasta que por fin sonaron las doce. De repente todos los concurrentes a la fiesta gritaron horrorizados y cayeron de rodillas, pues había motivo para ello, con el último toque del reloj se abrió sola la puerta y entró en el grandioso salón un esqueleto.

“¡Hija mía, hija mía!” –Exclamó con voz de ultratumba, parándose a pocos pasos de la princesa.

La princesa palideció intensamente, quería decir algo, pero no emitió sonido alguno; quería retroceder pero todos sus miembros se paralizaron.

Mientras tanto el esqueleto iba aproximándose a ella, a cada paso, los huesos de sus pies sonaban en el suelo. “¡Tienes que pagar todas mis lágrimas!” –Díjole.

En este momento, todas las piedras preciosas que tenía ella sobre sí se deslizaron, convertidas en gotas de agua, sobre el suelo; eran tan numerosas como estrellas hay en el cielo y en una noche clara de invierno, como flores han marcado su camino, como lágrimas vertió su padre durante su ausencia.

1 comentario:

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