Santiago
Velarde Paz, a sus siete años, aparenta ser un hombre con mucho
recorrido. Al despertar el pasado 17 de julio, comenzó a hablar como
si fuese alguien distinto al que se había ido a dormir la noche
anterior. Sus padres, desconcertados, recurrieron a especialistas de
toda clase, desembocando en las manos del obispo Jacinto Menéndez
Pozuelo, quien propuso un exorcismo. Camino a la iglesia, se
arrepintieron. Dieron fe al amor por su hijo.
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Algunos
medios sensacionalistas de México soltaron las riendas a su espíritu
amarillo. No obstante, entre los desperdicios de imágenes, voces y
papel, un saber estar atrajo nuestra atención. Las reacciones de
Santiago Velarde, ante el acoso de la prensa local, no fueron las de un
niño asustado, sino las de un hombre equilibrado. Su autenticidad no
se sostenía tanto en las palabras que utilizaba como en su tolerancia
para sobrellevar la estupidez ajena. La Pastilla Rosa lo invitó a
conversar. He aquí un adelanto que ampliaremos en nuestro próximo
número.
Santiago
atribuye su madurez a las experiencias que vivió en sueños y que
recuerda al dedillo: anécdotas de colegial, la carrera que estudió en
la universidad, los detalles de sus noviazgos, la paternidad que asumió
a sus hipotéticos 33 años, los domingos en el huerto de Sopocachi, las
frases de los libros que lo emocionaron, los contratiempos, los
tiempos, sus cumpleaños.
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¿Soñaste dentro de ese sueño?
Soñaba cada noche. En uno recurrente tenía un hermano,
Gonzalo. Vivíamos en un barrio llamado Lavapiés, donde personas de
diferentes razas hablaban idiomas evocadores. Nos gustaba jugar a
entender lo que decían.
¿Alguno de esos sueños fue tan real como en el que creciste?
Me ocurrió varias veces y, al despertar, nadie se
asombraba. Incluso soñé dentro de esas realidades, pero prefiero no
ahondar en ello porque sé que la comprensión nace de compartir, al
menos, un indicio sobre lo que se habla. De lo contrario, las palabras
se quedan en el asombro o en la incredulidad —sus ojos se tornan
traviesos, asumiendo la compleja digestión de su caso.
Entonces, se podría decir que tienes más de cien años.
Cien, doscientos, mil; para qué contarlos. Las estaciones
tienen un sentido, los años no. La carne envejece sólo en el tiempo
destinado a la carne, que es el de las estaciones. Las fechas son un
invento como los marcadores en un partido. Prefiero jugar sin
distraerme en banalidades. Se tiende a buscar la longevidad en ese
tiempo lineal cuando es tan simple encontrarla a lo ancho, a través de
los sueños.
¿Qué sentiste cuando despertaste este 17 de julio?
Normalidad, hasta que me consideraron extraño. No puedo olvidar lo que he vivido, y tampoco
quiero. Quizá, mi único consuelo, dentro de este espacio que comparto
contigo y con mis padres, es que mis errores los han pagado seres
relativamente imaginarios. Lo aprendido será un regalo para quienes
compartan mi futuro no sólo de carne y hueso. Me queda mucho por soñar.
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